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En defensa de la zona de confort.

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¿O somos una sociedad débil?

 

Recuerdo bien cuando hablaban sin hablar de “salir de la zona de confort”. Aprenda a hablar en público, salga de la zona de confort. Pruebe este helado nuevo, salga de la zona de confort. Váyase de viaje a la África (eso sí, hospédese en el resort de 5 estrellas y vaya por las rutas preparadas), salga de la zona de confort. Si te veían en una zona de confort eras un ser casi despreciable.

Llegó el 2020 y de repente todos los predicadores de la salida de la zona de confort estaban en silencio. Todos callados. Todos. Ahora el tema era encontrar alguna forma de estar bien mentalmente —la gente se estaba volviendo loca.

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Las monedas tienen caras, y la vida tiene sus contradicciones. Este artículo probablemente también. Prueba de la consciencia de la complejidad de la vida.

Una cosa es salir controladamente de una situación a la que estamos acostumbrados —un grado relativo de incomodidad que puedes revertir siempre que quieras— y otra muy distinta, darte cuenta de que estar fuera de la zona de confort es incómodo. Más aún cuando no hay vuelta atrás. 

 

Y ahí justamente comienza el problema. Para evitar la tendencia a pensar que este artículo alude exclusivamente a la pandemia, algunos ejemplos atemporales. La gente fuera de su zona de confort es capaz de reaccionar de forma desesperada, totalmente irracional. Hasta el que se considera el más racional de todos puede ser imprevisible ante algo que interprete como una amenaza para su confort.


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Fuera de la zona de confort he visto gente actuar de forma temeraria. Sin ir más lejos, hoy vi en Twitter capturas de pantalla de una conversación entre dos jóvenes en la que él arremetía contra ella a insultos por ella haberle dicho que no quería acostarse con él. Bloqueo, obvio. Sin embargo, el hombre semanas después la seguía en silencio por redes sociales y volvió a escribirle mensajes tan llenos de odio que incluso un profesional tuvo que intervenir para aconsejar a la chica (y de paso, a todas las demás). ¿Caso aislado? Nunca. 

-Hablemos de los hombres que acosan, pegan y matan a sus mujeres cuando ellas les comunican que van a dejarles. 

-Hablemos de la gente que fuerza a otra aprovechándose de su posición de poder (por género, por lugar en la jerarquía de la empresa) y toman represalias cuando los otros les desafían.

-Hablemos de los jefes que gestionaron fatal el tiempo y cuando les pilla el toro amenazan al equipo de juniors con echarles si el proyecto no está entregado el día siguiente a las 9:00. Por lo que el equipo entero tiene que quedarse toda la noche en la oficina (historias reales). Tiempo después, todos con burnout y buscando irse de la empresa. El proyecto, en un cajón.

Todos están empujados fuera de sus zonas de confort. ¿Qué hacen una vez fuera?

Dicen los psicólogos que el cortex prefrontal no está preparado para soportar la incertidumbre durante mucho tiempo. Por eso, cuando todo se desmorona, buscamos asegurar algo. Algo que sea nuestro ancla. Hasta ahí bien. Es cierto que necesitamos aprender, expandirnos, crecer y también sentir algo de sosiego y seguridad. De ahí que en ciertos momentos una buena opción sea refrenarse antes de juzgar a alguien que busca algo estable. Sobre todo en tiempos como los de ahora; ejemplos de zonas de confort son algo tan simple como una pareja estable, un trabajo estable, una casa propia, una economía solventada y una salud en orden. ¿No es lo suyo?

 

La cuestión es qué sucede cuando asumimos que todo vale para sentir sosiego y seguridad. Una sociedad es débil cuando uno se muestra capaz de atacar a otro donde más le duele en nombre del confort. O cuando destruir o autodestruirse en el momento es la acción legítima. Cuando lo último que se pasa por la cabeza es asumir lo que se siente y se procura discernir lo propio de lo ajeno.

Necesitamos las zonas de confort. Y no estaría mal quizá ser más fuertes también.

 

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Soy Esther Bolekia, ingeniera de Caminos amante de los trenes y del progreso social que traen. Durante los últimos diez años he sido escritora a tiempo parcial de artículos apasionados por las dinámicas humanas que analizan las leyes no escritas del mundo personal y corporativo. Hoy dirijo Dévé, donde también escribo sobre vida y trabajo, liderazgo, sociología y estilo de vida. Mi forma de escribir se ha descrito como empática, fresca, asertiva y mordaz. Seguramente porque creo que la literatura nunca debería confundirse con mero entretenimiento inocente. Fundé la revista Dévé porque quiero —junto a quien se une a la causa— descubrir las soluciones reales al sufrimiento en el trabajo y lo que hace que disfrutemos de la vida de veras. Escribo para quien desea saber lo que ni los padres, ni la escuela, ni internet enseña sobre el arte de manejarse con maestría en vida y carrera. Por eso arriesgo y voy a las causas y las relaciones entre ellas en los análisis profundos que hago. A menudo me mancho las manos de barro, para llegar adonde nadie más se atreve. La verdad nos hará libres.

¿Qué opinas? Hablemos.