¿Cuándo se convierte una historia mínima y casi irrisoria en una tragedia duradera? Seguramente ocurre en el momento que esa narración se transforma en algo mítico, gracias al poder de las palabras que la transmiten. Esa es la fortaleza capital de Almas en pena de Inisherin (The Banshees of Inisherin, 2022). Un guion sobre lo humano, casi minimalista, pero muy veraz y vivo entre personajes rurales de las Islas de Arán, Irlanda, justo en el período en el que en la isla principal del país se desarrollaba una cruenta guerra civil.
Sobre la película
Pádraic (Colin Farrell), un granjero y hombre sencillo de Inisherin, tirando a simplón, descubre un buen día que su mejor amigo, Colm (Brendan Gleeson), músico violonchelista local, no quiere hablar ni relacionarse más con él. La razón es contundente: ha descubierto de repente que Pádraic ya no le gusta. Que su presencia y charla banal lo aburren. Quiere dedicarse más tiempo a componer para trascender en su oficio como Beethoven o Bach. En la taberna del pueblo, las habituales conversaciones se convierten en silencios. La antigua camaradería deviene un incómodo y esquivo compartir de espacios.

Sin embargo, Pádraic intenta saber más de esta resolución. Negar la evidencia de que la amistad ha terminado. Recomponer lazos. El pueblo de Inisherin y sus habitantes participarán de este enredo. Al principio, como la hermana de Pádraic, Shiobán (Kerry Condón), aspirante a bibliotecaria, para darles apoyo y solucionarlo. Después, algunos como Dominic (Barry Keoghan), el tonto local, para hacerse con la amistad del ahora huérfano de compañía. No obstante, Colm, harto de la tozudez de su antiguo compañero, le avisa: si intenta hablar de nuevo con él, se cortará poco a poco los dedos de su mano diestra (con la que toca el violín) con unas tijeras de esquilar ovejas.
Sin contar más, el pueblo y su liviana alegría pasarán a ser campo de batalla e ingenio, primero, y al final, escenario de una tragedia, digna del mejor Shakespeare. Es el milagro que, Martin McDonagh, el autor completo como director y escritor de este filme, plantea con soberano talento. Con una semilla de comedia absurda, digna heredera de su compatriota dramaturgo Samuel Beckett. Que luego riega de ciertos trazos de amabilidad e ironía, similares a los de las producciones de la británica productora Ealing, ya desaparecida. Y que finalmente, cosecha con sangre, fuego y odio, aunque este sea el fruto de actuar con una evidente inconsciencia.
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La culminación del trabajo de Martin McDonagh
La cuarta película larga de McDonagh logra ser la síntesis de su periplo profesional. El autor había brillado en su juventud en la escena teatral, precisamente a través de una trilogía de obras ambientadas en el mar de Arán. Para luego encumbrarse como realizador cinematográfico de genio y diálogo rápido como un tiroteo de sus trabajos precedentes, de forma más destacada en Escondidos en Brujas (In Bruges, 2008) y Tres Anuncios en las Afueras (Three Billboards Outside Ebbing, Missouri, 2017).
Gran director de actores, el angloirlandés depura aquí aún más su estilo con agilidad en el montaje y ritmo interno. También porque cuenta con un puñado de cómicos en estado de gracia. Su cuarteto protagonista, Farrell, Gleeson, Condón y Keoghan, logra pasar por todas las emociones de un texto poderoso destilando verdad. Exudan melancolía y finalmente, horror. Y a pesar de todo, mantienen una presencia permanente de empatía y humanidad que transmutan lo execrable en lamentable, lo impensable en algo, no razonable, pero auténtico y comprensible.

Las imágenes de la cámara de McDonagh, operada por Ben Davis, retratan este paisaje humano y también el hermoso paraje natural de verdes pastos, ríos y lagunas de Inisherin. Enorme e inabarcable pese a su emplazamiento isleño. Casi fordiano. Que da personalidad y presencia con cariño a todos sus habitantes, por breve que sea su aparición. Hasta a sus animales domésticos, incluidos una pequeña burra y un perro que pertenecen a sus protagonistas y cuyos roles son vitales en la catástrofe que generan Pádraic y Colm.
Hay cosas que no cambian
En cierta manera, Almas en pena de Inisherin es un western rural, quebrado en su solemnidad por un humor soterrado que hace lo que vemos sea respirable. A pesar de que suenen las bombas lejanas de la guerra interna en la gran isla del país y los diálogos hirientes de otro conflicto más próximo y personal. La inteligencia de su autor hace resonar escenario y personajes con una potencia inesperada. Además, nos hace pensar en aquello a lo que la ausencia de amor, la ignorancia, el dogma o los injustificados sueños de trascendencia pueden llevarnos: a sostener guerras personales que duren más allá de nuestras propias y limitadas existencias.
«Hay cosas que no cambian. Y creo que eso es bueno». De las casi últimas y muy sencillas líneas que Pádraic, el personaje de Farrell, pronuncia en la película, no obtenemos ni consuelo ni gratificación. Solo el preludio de algo que no veremos, pero que sospechamos puede consumir el resto de la existencia de los antiguos amigos de Inisherin. A imagen y semejanza de lo que ocurre con el corazón de una tierra como Irlanda desde hace un siglo.
Compleja y abierta a diversas interpretaciones hasta el fin, pese a su superficie aparentemente fácil, la película nos sorprende a cada paso. Lo ha hecho con todos aquellos que aman el cine sin necesidad de otros añadidos que los básicos: con buenas escenas, con geniales intérpretes y con el cimiento de una sólida dramaturgia. Entretiene, hace pensar y conmueve.
Jamás Colin Farrell ha estado tan brillante en un rol tan comedido como ajustado. Un trabajador incansable que por fin accede al Olimpo de los actores, del que siempre debió formar parte. Almas en pena de Inisherin tiene ya esperando múltiples premios y reconocimientos en próximas fechas. Con gran probabilidad obtendrá los de guion original para su escritor. Es otro hito insoslayable del principio de año que espera a sus espectadores, como no, para que la disfruten en las grandes pantallas de las salas. Por favor, que eso tampoco cambie.
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