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Cannes 2019: «Parasite» y «The Lighthouse». Otra vez, pero nueva, el eterno mito de la caverna

Nota de edición: tras la acertada quiniela de David con los Óscar de 2020, aquí tienen una razón más por la que vale la pena ver Parásitos esta semana. Por si no les parece suficiente la cantidad de premios que se ha llevado.
(Artículo del 24 de junio del 2019)

Desde el último Festival de Cannes celebrado a finales de Mayo de 2019 nos han llegado propuestas muy estimulantes. En clave local, Francia presentó en Sección Oficial y la Quincena de Realizadores, dos apetitosos y muy distintos retratos de la mujer, el primero en clave de época gracias a Protrait de la jeune fille en feu, de Céline Sciamma, que cuenta con una hermosa ambientación y realización, aparte de las actuaciones portentosas de Noémie Merlant y Adèle Haenel. Y el otro, desde una perspectiva rohmeriana, Alice et le maire, de Nicolas Pariser, con un duelo interpretativo de verbalidad ágil y diálogos racionalistas entre Fabrice Luchini y Anais Demoustier, de las que hablaré en Octubre.

En cambio, son otras dos películas del exterior las que concentraron al final la atención cinematográfica de los cinéfilos de todo el mundo: «Parasite» del surcoreano Bong Joon-Ho, galardonado con la Palma de Oro  y «The Lighthouse» del norteamericano Robert Eggers, y ambas revisitan y recrean en distintas claves el clásico mito de la caverna.

Bong Joon-Ho ya había demostrado en ocasiones anteriores como Memories of Murder, The Host, Snowpiercer o Okja (presentada en la anterior edición del festival), su dominio de la mezcla de géneros, partiendo de elementos propios del fantástico o del horror.

Parasite («Parásitos» en su título traducido al castellano, que se estrenará en España el 4 de Octubre gracias a la distribuidora La Aventura) es, sin embargo, el momento en el que su maestría a la hora de mezclar tramas, matices y  emociones, llega a su definitivo grado de madurez. Justo en su primera película netamente de producción coreana en diez años. Tras su visionado no queda duda de la potencia, plausibilidad y la veracidad de lo que cuenta, al contrario de las ocasiones anteriores.

El film plantea inicialmente la infilitración de un suplantador, Ki-Woo, un falso profesor de inglés, como instructor de la hija mayor de una familia de clase alta surcoreana que cuenta con cuatro miembros (padre, madre, hija e hijo), los Park, en el seno de su mansión de una barrio privilegiada; pero Joon-Ho no se ciñe al genero del thriller a lo largo de su desarrollo. Hábilmente, el director y guionista va mezclando, no solo con acierto, sino con facilidad pasmosa, intriga, comedia, crítica social,  grandguignol y terror.

Aunque podríamos creer que el parásito es la denominación que acompañará a este personaje encarnado por un actor fetiche de Joon-Ho, el joven Woo-sik Choi, no será del todo así. La entrada en el juego de su familia, los Ki, otro núcleo familiar de cuatro personas, en este caso pobre, que vive apretado en un diminuto entresuelo de un edificio, (con un padre interpretado por Kang-Ho Song, otro asiduo del director), será la que ponga en marcha un mecanismo de invasión silenciosa y progresiva de ese hogar supuestamente ideal.

Y es en esta puesta en escena, que revela las grandes diferencias que la vida ha deparado a ambas familias, a las que acompaña un ama de llaves celosa de su trabajo, es donde se refleja el abismo que separa la casa de diseño de la alta colina de los Park, y el pequeño y abigarrado entrepiso de los Ki, justo el lugar en el que empieza ese canto metafórico al eterno mito planteado por Platon sobre la caverna.

Los Ki descubren que ese entorno nuevo y sus ventajas supera en mucho lo que ellos pensaban que era una vida cómoda, que estaba establecida en pequeños hurtos y engaños, que les proporcionaban lo suficiente para vivir cada día en nuestra época digital y low-cost. Los Park, sin embargo, parecen vivir en un aparente paraíso, donde resulta costumbre tener a mano todo lo que el hombre puede disfrutar, además en abundancia, y cualquier capricho está permitido.

Los Ki a resultas de este encuentro desean ser ahora los Park, aunque sea en pocos momentos y solo cuando nadie más les vea. En esa acerada visión dotada de ironía, el director acrece la tensión sobre el posible descubrimiento de la impostura, o acerca de las dudas sobre el merecimiento de esta artificial nueva felicidad, y la retira en ocasiones, gracias al uso del humor y de un timing y trabajo de edición casi perfecto.

Lo que el espectador descubre poco a poco es, sin embargo, todavía algo mayor y mejor, y es que la verdadera caverna no es el hogar de los Ki, sino algo aún más profundo y oscuro, que perseguirá desde la mitad de la película muchas de las conciencias de sus protagonistas. Lo que se puede calificar como realmente siniestro es vivir en la caverna, escondidos, siendo conscientes de la luz. A partir de ahí otra sorpresa más: el director lanza la violencia, el horror explícito y al fin, la tragedia. Y sin duda, nos sobrecoge.

Con un carrusel de giros inesperados, Joon-Ho se entrega a la audiencia con un ojo en Claude Chabrol (del que ha reconocido ser admirador confeso) y otro en Henri-Georges Clouzot, para mostrarnos un intenso suspense psicológico cruzado a la vez que un torrente de violencia verité verbal y física, y se muestra crítico y demoledor con cualquier idea clasista y preconcebida que se cruce por su camino. Así vuelve a mostrar comentarios de lucha de clases, al igual que en su trepidante «Snowpiercer», abandonando aquí el marco de la metafora de ese tren futurista, por la de un chalet de diseño.

Pero paradójicamente, si el coreano triunfa es sobre todo porque en su punto final, la película se aparta de lo que podría ser superfluo y vuelve a querer narrar sobre un terreno reflexivo, que puede resultar extraño al principio, y acaba siendo lógico: vivir en la caverna es un fantasma que nos persigue a todos, unos lo viven como una penitencia y otros como un triunfo. Y así, no nos deja un mensaje repetido, sino la renovación de uno siempre vivo. Una Palma de Oro concedida por el Jurado, muy aplaudida, justa y necesaria en la Croisette.

Es curioso cómo este mito platónico, une subteranéamente la anterior película con «The Lighthouse», (producida por A24 y distribuida por ellos en Estados Unidos, y que aún no tiene fecha de distribución o aparente distribuidora en España), la luminaria que en la Quincena de Realizadores, admiró a buena parte de los asistentes a sus sesiones.  Lo es, porque, de inicio, las intenciones estéticas de Robert Eggers son opuestas a las de Joon-Ho.

En un blanco y negro riguroso en 35 mm., con un formato de pantalla cuadrada 1:1 (lejos del 2,35:1, dgital en color del coreano), y cerca de los principios de pioneros creadores del cine como Robert J. Flaherty o F.W. Murnau, con un tono serio casi sin notas de humor, el americano es un amante del horror ascético.

Sus orígenes en el diseño de producción dan lugar a visiones de origen y puesta en escena entre lo teatral y lo remitificador en lo cotidiano, como ya demostró en su debut fílmico «The Witch» (de espíritu cercano a esa «Hereditary» de su colega Ari Aster, al que agradece en sus títulos de crédito), a los que añade para la ocasión, unos puntos expresionistas y enfebrecidos que resultan novedosos en su segunda aventura tras la cámara.

Parecía que su segunda película iba a ser una nueva versión del «Nosferatu» de 1922, pero no ha sido así. Esto ha tenido como resultado quizás traspasar parte de su espíritu, infundiendo las premisas de dicho remake a esta película, coescrita con su hermano Max Eggers. Ambos, nos llevan tras una breve introducción en la mar, a un faro semiperdido en un islote en medio del oceano a principios del siglo pasado.

Allí llegan dos nuevos guardianes, fareros de reemplazo para un turno de un mes, el viejo veterano y lobo de mar Thomas Wake (un magnífico y ambiguo Willem Dafoe) y el joven novato Ephraim Winslow (un ajustado Robert Pattinson que logar su mejor y más brillante interpretación en una pantalla de cine). Casi además, son los únicos actores de la película.

Es la convivencia forzada por el aislamiento del resto del mundo, de estos dos personajes en principio antitéticos, que se aproximan y se enfrentan de forma alterna, lo que supone el gran motor de una película, que se acelera y gana todos sus enteros, cuando llegan a ella y la impactan con toda su fuerza tres factores: la naturaleza en su plena y peor potencia salvaje, la extremada soledad de ambos y el exceso alcohólico, llevando a sus protagonistas hasta la paranoia, el paróxismo y el delirium tremens.

Se desplegará pues un duelo entre un Thomas, titánico (hay que ver una secuencia onírica de la película para admirarlo) a mitad entre Poseidón y un personaje salido de cualquier novela o relato de Herman Melville, que declama sin tímidez y apropiándose de ellas, líneas e historias de sus libros como propios, y un Ephraim, enigmático, huraño y reprimido al inicio, y luego ambiguo pero tan furioso (atención a las secuencias que comparte con unas gaviotas, magníficas y turbadoras) como el mar que les rodea.

La suplantación (sí, de nuevo) y los mitos chocarán de nuevo al pie de la sombra de ese faro, que en ocasiones de forma estremecedora parece tomar vida propia. En este caso se suman no sólo el espíritu de los dioses griegos (Poseidón, Prometeo, las sirenas y tritones…), los personajes lovecraftianos (¿Cthulhu?) o de Allan Poe y las nombradas menciones melvillianas. Todo, mientras el hambre, el alcohol, el aceite, la lluvia torrencial, las rocas y finalmente la sangre, acaban por cubrir el paisaje.

Eggers confirma su talento y feroz independencia, galardonados con un premio FIPRESCI en la Quincena, tanto en cuanto a calidad de su dirección, como en la escritura, a lo que se suman el talento interpretativo de los mencionados, y una fotografía casi perfecta de su operador habitual Jarin Blaschke, aparte de la música minimalista, rigurosa y tenebre de Mark Korven, mezclada por los cantos marineros que comparten, declaman y bailan hasta la extenuación en más de una ocasión ambos actores.

Pero al fondo no yace sino de nuevo, lo que resulta principal del film, las diferencias entre la luz y la caverna, en ese farero que parece que cederá nunca ni su celo y cuidado de la luz en el turno de noche al novato, ni tampoco su libro de registro. Cualquier aspecto en torno a ese destello cegador se aparece como un secreto, respecto a ese elemento que parece venido de otro mundo, y no hecho para guiar navíos.

¿Estará construido para transportar conciencias, al punto de hasta confundirlas?¿Llevarlas a la locura y quemarlas en aquellos que sólo parece que deberían tener su lugar en la tierra, sobre lo oscuro al pie de ese elemento alto, erguido, de cualidades casi fálicas como absurdas? El faro que da título a la película constituye la salvación y perdición a la vez para aquellos que desean verlo y traer la verdad de lo visto a los demás. A toda la humanidad.

Platón estaría confundido y a la vez orgulloso de ver lo que dos de nuestros creadores contemporáneos han hecho con su eterno planteamiento, al recuperarlo y ponerlo a nuestra altura de forma inteligente, para luego devolverlo y llevarlo alimentado de nuevo a otras cotas distintas y aún así, tan altas como la precedente.

Admirémonos pues, de la inteligencia, valentía y cordura demostradas por Bong Joon-Ho y Robert Eggers, dos cineastas sin duda, necesarios, imprescindibles para entender el cine de hoy y el que viene, y de enseñarlo, en su forma más depurada, como un arte que aúna entretenimiento y emoción. Y en esta ocasión, en mitad de la fiebre, hasta mitología, filosofía y reflexión.

Fotos: «Parasite» (© The Jokers / Les Bookmakers) / «The Lighthouse» (© A24)

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Ingeniero civil. Ahora trabajo sobre caminos de hierro, pero el resto del tiempo busco tender puentes con otros ámbitos y profesiones, además de transitar por sendas culturales y de ocio. Mi lema es que siempre hay nuevas formas y tiempo para aprender, y también para enseñar.

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