Víctor Erice (Valle de Carranza, Vizcaya, 1940), una de las leyendas de la realización del cine español, por fin regresa. Tras cuarenta años sin realizar ningún proyecto largo de ficción (El sur, 1983) y algo más de treinta años pasados desde su último largometraje documental (El sol del membrillo, 1992). Pone colofón a su carrera con una pieza como Cerrar los ojos, que resume a todos los Erices posibles: los que fueron, los que pudieron haber sido y los que aún podrían ser. E incidir en la milagrosa permanencia de lo filmado, en la increíble persistencia de sus falsas memorias y sus vidas de repuesto.
Al leer sobre el regreso de Erice, quizás muchos pensaron que emprendía un proyecto nuevo sólo para legar un final en largo a su breve pero intensa filmografía, menos prolífica de lo que debiera haber sido por distintas cuestiones. En realidad, lo que el público verá deprisa es que son otras las actuales pretensiones del director de esa obra cumbre del cine mundial llamada El espíritu de la colmena (1973), aunque no sea obvio llegar a ellas.
Tres advertencias previas a esta crítica, estimado lector. No creo normalmente en las películas testamento, esas obras que sabiéndose postreras por sus impulsores tratan de lanzar un mensaje resonante a la posteridad. Tampoco soy consumidor usual de las ficciones meta-cinematográficas, en especial, de aquellas que arrancan de las experiencias autobiográficas o filmes anteriores de sus realizadores. Además, me suelen espantar aquellas narraciones que escogen como protagonistas a meros avatares de sus creadores.
En la última (y lo más probable, lamentablemente, es que ese adjetivo sea un absoluto) película de Víctor Erice podía parecer que había algo de todo eso que, como simple espectador, no me seducía inicialmente para su visionado. Y es en ese trance inicial en el que debo advertir que esta película río inicia su sinuoso trazado y sitúa sus primeras escenas donde casi me pierde y me confunde.
Un inicio a contracorriente

Hay una escena casi teatral y estática tras los créditos, ambientada en una ficticia y solitaria localidad, Triste-le-roi, para el rodaje de un film, La mirada del adiós. A pesar de la participación de unos espléndidos José Coronado y José María Pou, sobrevuela un sabor envejecido y acartonado sobre los fotogramas. Tengo la impresión de que es lo más opuesto que hemos visto al cine de su creador, puesto en una pantalla hasta el día de hoy. Contra cualquier expectativa.
Sin embargo, revisando con posterioridad, resulta claro que Erice junto con su co-guionista, Michel Gaztambide, ha sembrado las primeras claves de una historia en un movimiento de apertura que no teme aludir a la vez al ajedrez como máximo juego vital. Además, cita implícitamente un cuento detectivesco de Borges. Por último, evoca de forma inevitable a esa película que, por diversas razones, no pudo hacer hace 20 años: La promesa de Shanghái, basada en la novela de Juan Marsé, El embrujo de Shanghái, pero cuyo guion quedó impreso.
El desconcierto continúa aún en la siguiente escena, pues tras la voz en off del propio realizador que narra la desaparición durante años de Julio Arenas (el actor de cine al que da vida Coronado), nos sitúa del lado del claro alter ego del director vasco, Miguel Garay. Por cierto, interpretado con maestría por Manolo Solo, una de las sorpresas mayores del largo, sin duda.
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Una investigación filosófica

La cinta cambia tonalmente de forma completa hacia un realismo descarnado cercano al aire del thriller. Presenta una investigación de la desaparición de Arenas de un modo que mira despiadadamente y de forma muy crítica a la telerrealidad y al sensacionalismo. Alude igualmente a la actual visión de desprecio que tienen los medios audiovisuales respecto a los derechos del autor a su propia obra.
Eso tampoco ayudará al espectador al principio. La nueva búsqueda de Arenas por parte de Garay, en el aniversario de su desaparición, a través de todos los medios posibles, incluso aquellos que agreden su inteligencia y su forma de sentir su vida y denigran su obra, no parece responder en esos momentos de introducción al imaginario habitual de Erice. Recuerda más al de otros autores españoles más contemporáneos (Viscarret, Rosales, Urbizu…).
No obstante, el director y su co-guionista han armado con ello lo necesario para desencadenar todo el mecanismo que anima un posterior prodigio. Y se disipan los temores sobre la vigente solvencia narrativa de su autor. Hasta aquí, lo que podemos contar de un filme que da mucho más de sí en su metraje, y donde sí, vamos a encontrar visos de su genio anterior. Pero también a alguien cuyas inquietudes han evolucionado con el tiempo y que aún sabe crear secuencias conmovedoras, además de nuevas imágenes imperecederas.
Nada de la anterior obertura es a pesar de todo un macguffin o una excusa. Al contrario, es necesario para proporcionar los hilos conductores del filme: la persecución del mercurial y perdido Arenas y la valía de la propia película imaginaria en la película real de Erice. Es a partir de esos momentos iniciales algo dubitativos cuando ya van enhebrados en una sucesión de historias maravillosas de reencuentros.
A la búsqueda del pasado y del futuro

Están los buscados como el de Garay con Lola, un antiguo amor (Soledad Villamil), o con su montador habitual, Max (Mario Pardo). También los que suceden por lógica, en esa investigación particular con Ana (como no, la magnífica Ana Torrent), la hija de Arenas o con la periodista Marta Soriano (Helena Miquel, la antigua cantante de Facto Delafé y las Flores Azules). Y otros posteriores inesperados y azarosos para el misterio con, entre otros, los personajes que interpretan María León, Petra Martínez o Juan Margallo.
En esas averiguaciones gravitan también por fuera de la pantalla las del propio Erice. Su exilio del cine nunca ha sido completo, pues ha seguido haciendo fragmentos de películas colectivas (Alumbramiento (en Ten minutes older), 2002), cortos (La morte rouge, 2006) o haciendo públicas de forma audiovisual sus correspondencias con otros cineastas afines a su estilo e inquietudes como el desaparecido Abbas Kiarostami. Aun así, las dudas persistían del lado crítico: ¿qué se podía esperar tras todo este tiempo? ¿Algo a la altura de su debut?
El director vasco resuelve casi todas ellas con un manifiesto de desafío que puede devolver la vista sin ira y sin vergüenza hacia todos los Erices posibles. Sobre todo, a partir de una escena, en la que Garay vuelve a su actual hogar, en el Cabo de Gata, al sur de España. En una fogata, reunido junto con las amistades allí creadas, se lanza a interpretar a guitarra acústica y voz la maravillosa tonada My rifle, my pony and me que tocaban Dean Martin y Ricky Nelson en el western Río Bravo (íd, Howard Hawks, 1959).
Ahí se encuentra un Erice otra vez en plenitud. Amalgamando su amor al cine, como al Frankenstein de James Whale en El Espíritu de la colmena, su búsqueda del sur, interrumpida al no poder rodar la segunda parte prevista de su película homónima, siguiendo los pasos de los artistas y sus creaciones inmortales como en El sol del membrillo o cumpliendo el deseo de Marsé de recuperar su universo, aunque sea de forma breve. Añadiendo su vindicación por los más débiles o los desfavorecidos, la esperanza de las nuevas vidas y de aquellos que aún están por venir. Reclamando para el cine ese valor de rescate para la memoria perdida.
La radiante memoria de la ficción

Hay otras cuantas secuencias magistrales en la cinta. Una pista: busque a la increíble Ana Torrent (sí, esa misma que cincuenta años después sigue siendo Ana) cuando aparezca en pantalla o al propio Coronado. Las descubrirá por sí mismo y la magia del cine en el cine, como no. Verá aún en ellas al joven crítico que fue el director vasco, amante de directores con cuño de permanente outsider como Nicholas Ray y al amanuense de la correspondencia entre autores, de forma similar a su contemporáneo francés François Truffaut.
También al hombre maduro que nos dice que el final de la vida puede ser aún luminoso y dejar huellas de esperanza, pese estar al borde del retiro total. Que la sala de un cine, incluso si está abandonado, con algo de luz de un proyector pueden restaurar la fe, los recuerdos más hermosos y restañar las heridas de una vida partida.
En el final de La mirada del adiós que es casi la clausura de Cerrar los ojos, todo se revela, incluso la muerte, como transformador y sanador. Bajo la cámara de Valentín Álvarez y la música de Federico Jusid, el merecido Premio Donostia de este año, que no parece ser el último para el director vasco y su prodigio, deja el sabor ácido y dulce al tiempo de lo que ha sido y de lo que ya aparentemente no será. En un mundo de estatuas de un jardín en Triste-le-roi que son quizás mudos testigos del milagro y quizás también piezas de ajedrez del destino.
Amigo, busque y paladee esas sensaciones también en salas a partir del 29 de septiembre. No se arrepentirá.
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