Semiautobiográfica, celebratoria de toda su filmografía, intimista… desde el día de su estreno, el 13 de marzo de 2019, hace dos meses la crítica y el público intentan acercarse a través de estos adjetivos, a la vigésimo primera película del director manchego cuyo apellido ha trascendido más allá de nuestras fronteras. Sin embargo, la nueva obra de Pedro Almodóvar (Calzada de Calatrava, 1949), no responde del todo a ninguna de estas definiciones. Supone tanto un paso en algunas de sus clásicas inquietudes, como otro para emprender nuevas direcciones, algo apreciable para los casi 70 años que su realizador cumplirá este año.
Con motivo de su estreno en el Festival de Cannes en la Sección Oficial en competición por la Palma de Oro en estas próximas semanas de Mayo, me aproximo a ella. Aviso de que el lector debe prepararse a ciertas revelaciones, si le interesa el artículo, aunque por supuesto no se lo contaré todo. Avisado queda si aún no la ha visto…
Debemos retroceder 32 años para buscar las raíces de este nuevo filme almodovariano. Y no precisamente en la ficción que plantea “Dolor y Gloria”. No, no hablamos de esa película aquí inventada (“Sabor”), cuya recuperación por una filmoteca se convierte en macguffin de reencuentros de personajes que no se veían hace años, un asunto muy recurrente del director.
Tiene, sin embargo, un referente real. Y no es otro que “La Ley del Deseo” (1987), el que quizás junto con “¿Qué he hecho yo para merecer esto?” (1984), son los dos pilares en los que el de Calzada asentó su personalidad fílmica definitiva. Es casi obligatorio, entender que, en el fondo, Almodóvar solo pretende ficcionar (o metaficcionar dado el caso), y asentar hechos reales, sucedidos, sobre la base de aquel casi primer destello de toda su producción posterior.
Y es que los protagonistas respectivos de ambas, Salvador Mallo (un estupendo y sobrio Antonio Banderas, que encarna sin imitarlo a alguien muy similar a… ¿adivinan?) y Pablo Quintero, son ambos, al igual que el manchego, directores de cine, que viven en Madrid. Con la diferencia, de que el primero es su reflejo actual innegable y el segundo lo era el de aquella época. Uno, un creador solitario, algo desgastado y bloqueado por la edad, el tiempo y la enfermedad en nuestros días; el otro, un hombre que entra en su era más creativa en plena Movida madrileña, rodeada de toda su promiscuidad y excesos, pero también su bullante ritmo y alegría.
Ambos buscan un nuevo proyecto, quieren una inspiración y alguien para llevarlo a cabo, y aquí es donde ambos filmes empiezan esa alegre resonancia, que también será luego su distinción y amplificación individual. El hallazgo de que “Sabor”, una película cuyo director ha denostado durante décadas, es aún una obra válida y perdurable, y que su protagonista, Alberto Crespo (un ajustado Asier Etxeandía), estuvo acertado al escoger su aproximación a su papel, aún siendo distinta de la intención de su creador. Un actor al que el director no ve tampoco desde entonces… que no es sino un trasunto del actor Eusebio Poncela (el Pablo Quintero de “La Ley…”), al que el propio realizador donó de parte de su personalidad. Justo como Salvador a Alberto.
¿Confuso hasta aquí? Es curioso hallar una obra de madurez que puede entenderse como autónoma y también como parte nacida y desgajada de otra con más de treinta años de separación. Y es que ambas películas son enormes espejos de realidad y ficción, y los personajes nacidos de la imaginación de los tres directores (el real y los dos imaginados), nos parecen casi hechos de carne en todo momento desde que aparecen. Y en la que juegan un rol decisivo, el teatro, su escritura, y su puesta de largo en un escenario, que vuelven a ser otro espacio mercurial, pero no el único, de mezcla y replica entre lo presente y lo deseado. De paralelismos entre memoria, sueño y delirio.
No creo que “Dolor y Gloria”, se parezca demasiado al “8 y ½” de Fellini, pese a que muchos especialistas traigan al hablar de esta película la referencia más usada en el mundo cinematográfico, de la exposición de las obsesiones de un director en una pantalla, con el objetivo de borrar los límites de su vida y de la ficción. Pues aunque aquí se hable de la infancia, recreada por Almodóvar de un modo interesante, en una cueva de Paterna, algo poco ajustado a lo que sucedió, y de la generación del primer deseo, nuestro compatriota nos regala con este fábulación, su película más clásica, íntima, emocional y púdica, que no resulta en absoluto extrovertida, como en el caso del italiano, sino que mira hacia adentro. Profundamente.
Y es esta una película en la que los fragmentos de lo realmente ocurrido a lo largo de una vida, se unen a los pedazos de lo que se ha creado durante todo ese tiempo, narrado en un flujo continuo, pero nada lineal, de un modo casi magistral, a lo que ayuda en labores de montaje una Teresa Font, que sustituye así en este trabajo por primera vez al fallecido Pepe Salcedo en la troupe del manchego.
Tienen razón aquellos que han visto aquí sombras de sus anteriores películas… Pues está el amor por el teatro de “La Ley…”, pero también el de “Todo sobre mi madre” (1999) sobre todo en un monólogo enunciado por Etxeandía; el espíritu de la madre ausente de “Volver” (2006), aquí encarnado por dos actrices (aquí las más que estupendas Penélope Cruz y Julieta Serrano), los recuerdos de la preadolescencia y el amor al cine entonces de “La mala educación” (2004) …, la Zulema de una Cecilia Roth, que parece salida de las primeras películas más underground de su director, y otras muchas más que no tengo espacio para nombrar.
Pero si por estos momentos de autohomenaje resulta disfrutable, hay que decir que es un filme muy notable en razón de sus novedades en la forma y tono de narrar, por secuencias, como la de animación en la que Juan Gatti, sirve al guion del manchego la representación visual y sentida, de las dolencias de su protagonista, o la última escena que Salvador tiene con su madre, una confesión realista e implícita de su condición vital como hijo, y sobre todo, por una auténtica revelación a corazón abierto, la del reencuentro con un amor de un tiempo ya perdido, que Banderas comparte con un enorme Leonardo Sbaraglia, de la cual tenemos patentes y evidentes, todos los indicios de su honestidad y autenticidad. Al igual que los que comparte con Nora Navas, fiel imagen de su asistente de producción.
El manchego nos enseña en ella la casa del protagonista, una copia de la suya del estudio, nos descubre su propia dirección madrileña, sus muebles y sus cuadros, obra del pintor Guillermo Perez-Villalta. Y no podemos dudar, en el desarrollo de toda esas escenas ambientadas en el hogar desde su comienzo a su final, de una emotividad veraz, revivida, útil y universal. Todo ello, encapsulado en planos cerrados, fluidos y serenos, algunos acuáticos, llenos de toda la luz y color habituales de su creador, que pone de largo la fotografía del maestro José Luis Alcaine, felizmente recuperado aquí por Almodóvar.
No es esta una película magistral. Tampoco para mí resulta la mejor de su director. Pero es que no lo necesita. Es redonda. Su mensaje es dejarnos claro a lo largo de todo el metraje el afán del manchego para seguir generando desde su imaginación y experiencia hasta el último aliento vital. Los diversos planos de hechos y de invención se unen, y sólo al final los espectadores lograremos descifrar donde se encuentra cada uno y quiénes son sus verdaderos protagonistas. Pero, sobre todo, que quede muy patente que no sólo la medicina, sino por encima de todas las cosas es el arte el que nos salva, nos cura y perdura. Y que, aunque el deseo, ese relámpago que daña y es feroz cuando aparece a tan pronto edad, permanezca algún tiempo, finalmente se suaviza y desaparece frente a lo auténtico, lo importante, que a su vez no tiene por qué ser real…
Esta obra, un triunfo de la voluntad y reflexión de su autor, podría ser la cumbre y el cierre perfecto de toda la carrera cinematográfica de Pedro Almodóvar, aunque no dudo que aún quiera proseguir con la misma. En cualquier caso, hay que desearle la mayor de las suertes en este próximo festival de Cannes, para que consiga esa Palma de Oro que en cinco ocasiones anteriores a concurso se le ha escapado, y rogar para que el jurado presidido parea la ocasión por Alejandro González Iñarritu, le conceda el premio por el que compite con otras luminarias del cine de nuestros días. Lo merece.
Fotos: Sony Pictures / El Deseo