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«Licorice Pizza»: Enloquecido y joven primer amor

Expectación tremenda en el regreso a las carteleras cinematográficas de Paul Thomas Anderson (California, EEUU, 1970). Quizá sea PTA el más joven de los que se pueden considerar actuales maestros de la pantalla, pues domina tanto la comedia como el drama en su rol de autor completo. Una vez vista puedo decir que «Licorice Pizza» cumple ampliamente esa esperanza. Es quizá su película más íntima y tierna, a la par que la más accesible. Dos interpretes noveles en estado de gracia y su trabajo de dirección y guion hacen en sus 133 minutos milagros con el espectador.

Una joven de 25 años avanza por el patio de una escuela de secundaria del Valle de San Fernando. Es casi el inicio del verano en California. Ataviada con una blusa azul de manga corta y unos shorts blancos, avanza entre los alumnos que quieren sacar su foto para el anuario. Bañada por el sol, armada solo de un espejo y un peine, la cálida melodía de July Tree cantada por Nina Simone, acompaña sus pasos. Un confiado chaval de solo 15 años, se asoma desde la fila para contemplarla. Se acerca algo embelesado, le pide su asistencia para peinarse. Ambos cruzan por primera vez sus ojos. Se puede notar la chispa de algo. Explosivo, que solo puede responder a una instantánea corazonada. ¿Podría cambiar este fugaz y sutil encuentro sus vidas para siempre?

Los primeros instantes de Licorice Pizza juegan con el inicio de un verano inolvidable en 1973. Esta no es la primera vez que PTA retrata la ciudad de Los Ángeles o sus alrededores. Buena parte de su filmografía discurre allí, pero esta vez aparece retratada de una forma luminosa y clara. Es el marco perfecto para que Alana Kane (Alana Haim) y Gary Valentine (Cooper Hoffman), empiecen una relación casi platónica, marcada por una diferencia de edad que parece insalvable incluso para sostener una amistad. De no ser porque la autoconfianza de Gary es extraordinaria y la sensibilidad de Alana está a flor de piel, nada daría pie a una esperanza de que su contacto perdure en el tiempo.

Inspirado en vivencias reales de la juventud del ahora productor de cine Gary Goetzman, asociado al cine interpretado por Tom Hanks o al dirigido en su día por Jonathan Demme , el libreto de la última película de Anderson es original, impresionista y arrebatador. Llena de giros del destino, esa relación improbable se nos muestra no como un relato sencillo, sino como una cronología de momentos, casi viñetas. Sus elipsis y saltos continuos solo procuran recoger aquellos momentos importantes que unen o que separan a Alana y a Gary.

Él, un actor infantil y adolescente, más maduro de lo que debiera ser a su edad, posee una agencia de relaciones públicas que maneja su madre. Ella, una eterna indecisa saltando de trabajo en trabajo y que vive aún con su familia judía junto a otras dos hermanas y sus padres (la auténtica familia Haim que interpreta a la ficticia familia Kane), puesto que aún no sabe que rumbo definitivo dar a su vida. Juntos, curiosamente, serán mucho más que por separado. Compartirán silencios cómplices y otros de períodos de cobardías sentimentales. Se dirigirán miradas y gestos de comprensión mutua. Otras veces serán destructivos. Les dividirán flirteos y pasos en falso con otras personas.

Montarán junto a la pandilla juvenil de Gary y su hermano Greg negocios improbables, vendiendo camas de agua vinilizadas y muebles. Vivirán aventuras increíbles con otros habitantes famosos o no de Los Ángeles. Policías, políticos o gente del espectáculo se cruzarán en su camino. A medida que su relación avanza, como en todos los films del californiano, al hilo principal se añade un relato coral que acabará sumando y aportando más capas.

A los primerizos Haim (electrizante debut el suyo) y Hoffman (hijo del fallecido y celebre actor Philip Seymour Hoffman), se agregan otros personajes inspirados en la realidad o directamente tomados de ella. En esos papeles brillan como secundarios Sean Penn, como el maduro galán cinematográfico, Jack Holden (trasunto de William Holden), Tom Waits haciendo del ficticio director de cine Rex Blau, Benny Safdie, interpretando al candidato real a la alcaldía de San Fernando, Joel Wachs y sobre todos ellos, una divertidísima Harriet Sansom Harris encarnando a la agente de actores Mary Grady y un desatado Bradley Cooper metiéndose en la piel del productor Jon Peters, entonces novio de Barbra Streisand.

Con todo ello y acompañado de una banda sonora de canciones magníficas de entre otros, The Doors, David Bowie, Donovan, Wings y Paul McCartney (la pizza de regaliz del título, hace alusión, como no, a un disco de vínilo negro), y un precioso tema original de Johnny Greenwood, Anderson regala al público su lado más ligero que ya había dejado entrever en Embriagado de amor (Punch-Drunk Love, 2002). Ahora lo combina en estado de gracia con el libérrimo y coral perfil de Boogie Nights (íd, 1997), dando lugar a un oxímoron: su película más romántica y accesible.

PTA sigue mostrando en su planificación y dirección de actores su devoción por Stanley Kubrick y Robert Altman, pero también aquí añade homenajes velados o directos al nuevo Hollywood de los años que retrata: el de Hal Ashby, Peter Bogdanovich, Francis Ford Coppola, George Lucas y William Friedkin, entre otros. Con este juvenil retrato, el angelino se aparta del drama oscuro y retorcido que abrazó en su films más reconocidos como Pozos de ambición (There will be blood, 2007) o El hilo invisible (Phantom thread, 2017), pero todos sus elementos como autor con sello personal están ahí: el sexo, la religión, la economía, la familia… Solo que en este caso, dan lugar a un rincón del pasado idílico que da esperanza al mañana que aún vendrá.

Con Licorice Pizza, los espectadores rememoramos nuestro primer amor, mientras vemos desarrollarse los encuentros  de Alana Kane y Gary Valentine entre camas de agua, convenciones adolescentes, desmayos, alcohol, camiones sin gasolina, carreras, máquinas de pinball, abrazos y disputas. Los fragmentos de sus vidas ficcionadas se sienten como reales. Querríamos vagar con ambos personajes más allá de los confines de la película. Que PTA entendía la psicología humana con sus contradicciones como pocos cineastas ya lo sabíamos, pero ahora las vemos desde su lado más optimista anclado en lo real.

No llega, sin embargo, a la alturas de ese pináculo que constituye su mejor obra, que para el que escribe estas líneas continúa siendo Magnolia (íd, 1999), un prodigio. Pero es cine magnífico lo que nos ofrece para estos tiempos extraños y algo desesperados. Ojalá que la luz presente en su última película, siga en la filmografía futura de este portento del séptimo arte, que con Jane Campion, Steven Spielberg, Ryusuke Hamaguchi, Denis Villeneuve o Kenneth Branagh, se va jugar dentro de poco el título de cineasta del año que nos acaba de dejar.

Fotografías: Universal Pictures Spain  /  Metro Goldwyn Mayer / Bron Pictures

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Ingeniero civil. Ahora trabajo sobre caminos de hierro, pero el resto del tiempo busco tender puentes con otros ámbitos y profesiones, además de transitar por sendas culturales y de ocio. Mi lema es que siempre hay nuevas formas y tiempo para aprender, y también para enseñar.

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