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«Madre» y «The Irishman»: El perdón, el tiempo y la distancia

Han llegado simultáneamente el pasado 15 de Noviembre a las pantallas españolas en un volumen de exhibición muy limitado, dos películas excepcionales. Por la cuota de producción española, «Madre» de Rodrigo Sorogoyen, que representa una vuelta a los humildes orígenes independientes de su realizador (también de su habiltual co-guionista Isabel Peña) después de sus aclamados thrillers «Qué Dios nos perdone» y sobre todo del premiado y reconocido «El Reino». Y por la internacional, en este caso producida por Netflix (y disponible en su plataforma sólo desde el pasado 27 de Noviembre), la apasionante epopeya «The Irishman» (El Irlandés), la última obra cinematográfica del maestro entre directores Martin Scorsese. Pocas cosas unen a ambas películas, salvo dos aspectos fundamentales, uno, la voluntad de sus creadores de llevar a cabo ambos proyectos, pese a encontrar grandes dificultades de financiación para rodarlos, y el segundo, que en el corazón de ambas obras, yace como en la familia (original o creada con los años), y en su amor o la falta del mismo, a través de la gracia del perdón, se halla lo que puede conducir al mayor enaltecimiento o a la dura caída y soledad de los seres humanos, más cuando esa ausencia se acentúa y engrandece con el inexorable paso del tiempo.

Rodrigo Sorogoyen emprendió una aventura muy personal con el proyecto de Madre hace ya algún tiempo. Una vez acabada Que Dios nos perdone, y justo antes de rodar El Reino, Isabel Peña y él conciben un cortometraje, cuya asfixiante ambientación se daría en un sólo y pequeño espacio de rodaje (un apartamento que pertenece a su protagonista).

Con ello, la apuesta era mayor con la utilización exclusiva de tres personajes, a través de dos en pantalla una joven y su madre, y otro, clave pero sólo presente a través de su voz en la trama usando un teléfono y la visualización de la historia, que podría ser poco a poco otro thriller de horror, vista a través de un objetivo de gran ángular que nos alumbra y acerca, la desesperación y angustia progresiva de una mujer separada, Elena (Marta Nieto), que escucha desde Madrid a su hijo perdido con un móvil casi sin batería en una playa francesa tras un bosque, a cientos de kilómetros de allí.

El fantástico y asfixiante corto, propulsado por un éxito merecido, primero, con galardones en diversos certámenes especializados (Álcala de Henares,  L’Alfás del Pi, Málaga, Nueva York, Miami…), y luego en los Goya, llega a ser nominado al Óscar este año. Y a partir de aquí, Sorogoyen, Peña, y su actriz príncipal, se empiezan a plantear que filmar después de «El Reino», (receptora de 7 Goyas, entre ellos los de Dirección, Guión, Actor y Actor de Reparto). Llegan a la conclusión de que había que filmar el después de esta historia, pero había cambiando el tono y expectativas sobre la misma.

Es curioso, pues para los que ya lo habíamos visto, que Madre, el largometraje, en su vida en cines, empiece como preludio justo con el cortometraje, una obra maestra de la tensión vívida, pero visto lo que ahorra en explicación narrativa, cobra sentido. Como también lo hace en coherencia con el propósito de sus autores que en cuanto al resto de su contenido, todo lo que vemos en esos primeros quince minutos, poco tenga que ver en tono narrativo con todo lo anterior. Lo que por cierto, resulta una sorpresa para el espectador y un acierto.

Contado diez años después de los hechos iniciales, la película nos sitúa junto a una consumida Elena casi de cuarenta años, instalada desde entonces en el sur de Francia, trabajando como encargada de un chiringuito playero en una playa del Meditérraneo (Vieux Boucau), cerca de Capbreton, y a punto de mudarse de allí de nuevo al otro lado de los Piríneos, con su actual pareja, Joseba (Àlex Brendemühl). Olvidada ya cualquier esperanza de recuperar al nunca encontrado Iván, su hijo, el regreso a una normalidad vital no recuperada jamás hasta ese momento, parece inmediata, a pocas semanas de la mudanza. Hasta un cierto día en la playa…

El encuentro fortuito allí con un joven de 16 años, Jean (Jules Porier), que practica deporte habitualmente en la zona, y que acompaña a su familia de vacaciones en una casa recién adquirida en el pueblo, y que es de la edad que tendría su hijo ahora, y con el que siente una atracción inexplicable, pone de repente patas arriba de nuevo, la existencia de Elena. ¿Será este adolescente, aquel Iván perdido? ¿Cómo recibirán los demás (Joseba y la familia de Jean) esta poco convencional relación? Pero más importante aún, ¿qué significa todo esto de verdad para la existencia de Elena y de Jean?

Porque en este misterio que circunda todo lo que aparece en la pantalla, en planos secuencia otoñalmente bellos, tan  realistas, y a la vez oníricos, silenciosos y quietos como intensos y llenos de incertidumbre, lo esencial ya no es tanto la tensión que rodea la identidad de Jean, sino el vuelco vital que representa esta azarosa reunión, capaz de sanar heridas profundas del pasado o de generar otras nuevas y quizá más desconocidas e intensas. Lo que reside en la memoria y el corazón de una mujer dañada por la vida, que guarda en su interior una bomba de grandes dimensiones, a punto de explotar de nuevo.La contención de Marta Nieto y sus erupciones en ciertos momentos, dentro de su acuación excepcional (con Jean en su momentos a solas, en la entrada furtiva en la casa de la familia, los encuentros matinales con Joseba, o el que tiene con su ex-marido, y hasta ese final en un coche en un bosque perdido) son el timón que guía esta película, con la que Sorogoyen y Peña, se remiten a la imperfección y la locura que reflejaban su brillante opera prima Stockholm (2013), para guiarnos a su película al tiempo más desequilibrada, cuerda, humana y redonda, cuya dolorosa interpretación final sobre el perdón y el amor, reposa de forma inteligente en el espectador.

Con sus fieles Alejandro de Pablo a la fotografía, Olivier Arson en el acompañamiento musical y Alberto del Campo a cargo del montaje. Sorogoyen y Peña construyen a su nueva criatura bilingüe (tan española como francesa), y nos demuestran que aún tienen mucho que darnos en el futuro en las pantallas, en clave de autor, y no necesariamente ceñidos al cine de género. Y Marta Nieto, premio a la mejor actriz en el festival de Venecia, en su sección Orizzonti, pasa a ser una firme candidata al Goya este año, y descubre en ella, una vía dramática, a corazón cerrado y abierto, que será dificil de olvidar en los próximos años del cine español.

Y al mismo tiempo que Madre, llegó a los cines, una estrella tan o más rutilante que ella, con «The Irishman», con un protagonista que en su propias palabras, ocupa el oficio de «pintar casas». Con sangre, claro. Un estreno limitado también, (en esta ocasión la razón que está producida por Netflix) para esta excepcional obra de tres horas y media (que pasan como un suspiro sin tener que mirar un momento al reloj), del maestro neoyorquino, que se muestra felizmente recuperado a su mejor forma desde la filmación de La invención de Hugo (Hugo, 2011), de lo que dio prueba ya otra vez con la más reciente El Lobo de Wall Street (The Wolf of Wall Street, 2013).

La película sigue a través de sus propias confesiones, sesenta años de la vida de Frank Sheeran (un Robert de Niro, que raya a la altura de su mejor y más acertado tono interpretativo), un camionero irlandés, que pasa a ser al transcurrir el tiempo (gracias sobre todo a unos efectos especiuales de rejuvenecimiento con CGI) y gracias a varios encuentros y hechos fortuitos, primero, matón de encargo y poca monta, para luego transformarse en asesino sin piedad, fiel a sus poderosos amigos de la mafia italo-américana y del mayor sindicato estadounidense del transporte por camión.

Basada en el libro de «I heard you paint houses» de Charles Brandt, Scorsese y el gran autor de guiones Steven Zaillian (que ya obtuvo un Óscar con el de La lista de Schindler de Steven Spielberg), navegan por esta historia, con un viaje por carretera desde Pennsyvania a Florida como elemento vertebrador, donde hay otros tres pilares necesarios. Uno, el del personaje del propio de Niro, y los otros dos, notabilísimos a nivel de actuación formando un irrepetible triángulo interpretativo príncipal.

El primero, es Jimmy Hoffa (Al Pacino), el casi todopoderoso líder sindical de los camioneros américanos, un personaje de inicial furia y falta de modestia enormes, y que acaba por hacerse al fin entrañable, y de forma aún más destacable, Russell Bufalino (interpretado por un genial Joe Pesci, que vuelve al cine tras años de ausencia), el lider en la sombra de la Cosa Nostra siciliana y sus familias en el estado américano North Pennsylvania, y primo del abogado de Hoffa.

Pero aún hay un cuarto vértice clave en la historia, el de la hija de Frank, Peggy Sheeran (una de las hijas de Frank, primero la niña Lucy Gallina, y luego la oscarizada actriz Anna Paquin), un personaje casi silencioso, pero cuya casi única frase y mirada a Sheeran al final del film sentencia de por vida al personaje príncipal. Un hombre que es puesto en un momento clave de su historia personal y la de su país, en el dilema de traicionar a su mejor amigo, y con el resultado (esta es la gran novedad en el cine de Scorsese), de quedar juzgado para siempre, no tanto por los tribunales o la historia, sino por su propia familia, y condenado a perpetuidad por ello.

Aunque la película, especula con la verosimilitud de la autoría y forma (no comprobadas aún) del asesinato de Hoffa, siguiendo la teoría del libro de Brandt, ese no es su próposito príncipal narrativo. Más bien, es el de examinar la conciencia de los supervivientes culpables de las mayores traiciones personales, la perecepción de la capacidad (o bien la falta de ella) en cuanto a su arrepentimiento, y lo que conlleva para ellos en cuanto a condena vital, la ausencia de palabra y contacto o perdón con los más amados, en una herida que nunca se cierra en el tiempo.

Y este pesimismo final, donde la única confianza de juicio final reside en la justicia divina, es dónde Scorsese, muestra al fin la huella vital de su madurez, pues el redentorismo positivo de sus realizaciones con guiones de Schrader (la parte luterana del antiguo dúo), queda trastocado en esta muestra de la soledad personal como castigo humano, previa a una muerte que pese a que se ejerza usualmente por el personaje de Sheeran, al final no se obtiene, pese a que se deseé. Curioso, que Schrader se haya pasado al camino opuesto en su última obra, la reivindicable «El Reverendo» (First Reformed, 2017).

De esta gran obra cinematográfica, sin duda, recordemos en el futuro, para bien parte del sólido conjunto, un reparto magnífico (con de Niro, Pacino, Pesci, Paquin, pero que también cuenta con Jesse Plemons, Jack Huston, Stephen Graham o Harvey Keitel), donde deslumbra una actuación grande y atípica de Pesci en un personaje tránquilo, lleno de quietud y sombras, en la línea opuesta de todo lo que le había dado la fama (y el Óscar) en la obra del neoyorquino, en la antípodas de la explosividad de su presencia en Toro Salvaje (Raging Bull, 1980), Uno de los Nuestros (Goodfellas, 1990) o Casino (Id., 1995). Y para mal, el hecho de que hayan tan pocas pantallas grandes que proyecten este film para la posteridad.

A nivel técnico, destacar tanto la sobria dirección de fotografía de Rodrigo Prieto (imprescindible tras la marcha del gran Robert Richardson a trabajar con otros directores como Tarantino), como la música del ex-The Band, y amigo de Marty, Robbie Robertson, y la dirección de producción de época, obra de Bob Shaw.

Pero sobre todo, y como siempre, brilla el trabajo de fondo de la acompañante permanente y preferida del director, casi  coautora del conjunto de su trabajo desde Toro Salvaje, la excepcional montadora Thelma Schoonmaker, que aquí deja atrás su nivel de adrenalina habitual, para concebir junto a él un solemne manto de paciencia (excelente en la elaboración de las escenas previas al asesinato de Hoffa, con esos tres pasos por el mismo cruce de carretera, casi una metáfora de las tres negaciones de Pedro a Jesucristo) y de una concepcion del tiempo casi como el curso de un río. Tránquilo, pero voluminoso, creciente y finalmente arrasador a punto de llegar al mar.

Pasen por su cine más próximo, si tienen opción a ver en su ciudad ambas obras, pues no durarán mucho tiempo en las salas. Y desde aquí les advierto en especial, que The Irishman, pese a su concepción para Netflix, no es una obra para la pequeña sino para la gran pantalla, como le ocurría ya a Roma de Alfonso Cuarón.

Y además como Roma también, quedará para la Historia del Cine. Así, con letras mayúsculas. Es favorita, desde ya, a todos los grandes premios de la temporada. Quizás sus únicos rivales sean Parasite del coreano Bong Joon-Ho, el film de Tarantino Once upon a time in Hollywood y una adición de última hora por parte del británico Sam Mendes, 1917. Lo comprobaremos pronto.

Copyright imágenes: «Madre» de Caballo Films/Malvalanda/Arcadia Motion Pictures/Amalur Pictures AIE/Wanda Films , «The Irishman» de Netflix/Tripictures

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Cinéfilo y crítico a tiempo parcial, además de ingeniero de caminos. Trabajador del ferrocarril y del celuloide, busco tender puentes con otros campos y profesiones, así como recorrer caminos culturales y de ocio. Mi lema es que siempre hay nuevas formas y tiempo para aprender, pero también para enseñar. El cine es una de ellas, proporcionando además una vida libre. Sigo creyendo que John Ford es el mejor director de cine de la historia.

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