Se han cumplido este mayo veinticinco años de aquella sonora y unánime Palma de Oro en Cannes, otorgada por un jurado encabezado por Clint Eastwood a «Pulp Fiction» (1994), la segunda película de su director y guionista, Quentin Tarantino (Knoxville, Tennessee, 1963). Aquel irrepetible film confirmó el talento del autor americano que ya había sido descubierto en el Festival de Sundance con su brillante opera prima «Reservoir Dogs» (1992), y que se convertiría en baluarte del cine independiente durante esa década y la siguiente a través de sus nuevas realizaciones, fundamentalmente con la distribuidora Miramax. Su novena creación completa (pues no olvidemos que guioniza todo los filmes que ha realizado), es un compendio de toda su obra anterior, pero a la vez su trabajo más personal, una oda nostálgica a Los Ángeles y al Hollywood de finales de los 60, época de la crisis de los grandes estudios del cine norteamericano, y del final de la primera era de las series de televisión y de las series «B» en la gran pantalla
1969 es la época elegida por Quentin Tarantino para ser revisada y rememorada cincuenta años después en Once Upon a Time in Hollywood, una película de más de dos horas y cuarenta minutos, hecha para ser degustada por sus espectadores, mientras se ve y se escucha. El de Knoxville, que se mudó a Los Ángeles junto a su familia cuando sólo tenía dos años, recrea para todos ellos, (pero primero para sí mismo) de modo total y luminoso, la ciudad californiana de su infancia, la que representa sus sueños y sus pesadillas. Y lo hace bajo la apariencia de una forma paradójicamente esteorotípica para el cine de aquella época y siguientes, una buddy movie, o película de colegas.
Esta cómplice pareja, formada por un actor de segunda e inseguro, Rick Dalton (el espléndido Leonardo DiCaprio) y su doble en escenas de riesgo, Cliff Booth (un Brad Pitt en el que en mi opinión es el mejor papel de su vida, cargado de carisma), que ahora se ha convertido en el chófer, guardaespaldas…, y casi en el único amigo de verdad del primero, se enfrenta unida al posible declive de sus carreras en la soleada California.
Justo cuando los westerns y el resto de seriales violentos policíacos televisivos decaen, junto con las películas de bajo presupuesto o «series B» propuestas por las grandes productoras, ellos, que han hecho de estos su medio de vida, se hallan en medio de la crisis, que definirá si su mejor momento ha pasado de verdad o si la reconversión a la que parece que deberán someterse, como tantos otros, fuera de Hollywood, en las coproducciones europeas italiano-españolas, volverá a revitalizar sus aspiraciones de fama y notoriedad.
Y en ese escenario de decadencia, sin embargo, tras el verano del amor californiano, en medio del espíritu hippie y de la contracultura, es donde vemos florecer al tiempo, las semillas del nuevo Hollywood, con la segunda oleada emigrante de directores europeos europea venida del free cinema que tuvo a Tony Richardson o Milos Forman, como algunos de sus ejemplos más significativos.
Este movimiento que se desarrollará como una bocanada de aire fresco de manera plena en los 70, entrando en el juego de las producciones locales, aquí está representado por el célebre Roman Polanski (interpretado por Rafal Zawierucha), además estuvo acompañado, de nuevas estrellas o valores en ciernes, como el que aquí encarna Sharon Tate (cuyo papel recae en una etérea pero admirable Margot Robbie), la esposa de Polanski en la época.
No es la primera vez que hemos visto «el juego de Hollywood» representado en la pantalla de un cines, pero Tarantino apuesta por dar valor protagonista en este período de transformación y renacimiento, no a aquellos personajes que representaron la historia en grandes letras capítales de las marquesinas de las salas y teatros angelinos, sino a los que estaban en sus candilejas.
Huye sin embargo de aquellos que tuvieron una presencia reconcida en grandes clásicos literarios de la crónica histórico-cinematográfica sobre el tema como Moteros tranquilos, toros salvajes y Sexo, mentiras y Hollywood, de Peter Biskind, y se acerca más bien a la línea de aquellos perfiles menos conocidos que aparecían en el Hollywood Babilonia de Kenneth Anger, pero quitando cualquier rasgo de malditismo, salvo en un aspecto: el de los famosos asesinatos de Rodeo Drive de aquel año, ligado al grupo de Charles Manson y su «Familia», residentes del Spahn Ranch cercano a L.A.
Pero no es este tema el núcleo central de esta realización, por mucho que buena parte de la prensa se halla centrado en ello, para introducir qué es esta película. Aunque tampoco puede calificarse como un McGuffin, pues es cierto que el de Knoxville elige que el último tercio y tramo del film, aborde aquel terrible evento.
En realidad, Quentin Tarantino elige este escenario para hacer una recreación vitalista con agilidad, nervio y mordiente, de todo aquello que conformó su niñez, a través de la pequeña pantalla, la radio o la gran pantalla, en la ciudad que lo acogió y en la que transcurrió su juventud. A la vez, le añade otra capa más, suya y única, la del autor maduro, él mismo, que empieza a cuestionarse sobre su propio rol y quizá su inminente obsolesecencia en esa misma industria pero en nuestra propia época.
Es esta vertiente personal, la que por primera vez en su carrera, no sólo se escucha, pues sus diálogos aquí no cubren toda la acción y no son tan prólijos y largos como siempre, sino que muchas se puede sentir, a veces, con largos silencios, o entre el zumbido y melodias de las emisoras locales de radio, sobre todo la KHJ, noche y día, añorante de mejores tiempos aunque solo de forma suavemente dolorosa.
No es Once Upon…, una película pirotécnica, como lo era Pulp Fiction. Aquí, la mecha está voluntariamente retardada, y las acciones de los personajes, incluidas en ellas que programas ven por televisión, la música que escuchan en sus radios o gramófonos, las fiestas que organizan, las películas a las que acuden o ruedan, o en su forma de fumar, beber, conducir o bailar, son las que nos van a decir tanto de ellos, como lo que hablan de sí mismos, o las confesiones que comparten con los demás.
Es cierto que se puede acusar al film de adolecer de cierta densidad de trama, pero es que este caso el movimiento de QT como director es mucho más que voluntario, está totalmente premeditado. Es su film más abstracto, pero la vez más pensado, como da prueba que buena parte del casting más joven esté hecho a base de hijos de la generación más reciente de Hollywood (como Harley Quinn Smith, Maya Hawke, Margaret Qualley o Rumer Willis), o de la televisión más actual (las propias Qualley y Hawke, Lena Dunham de Girls, Mikey Madison, Austin Butler…), en un homenaje tan claro a este mundo.
El objetivo príncipal de la historia del de Tennessee aquí, es simplemente jugar a fabular en cual era el día a día, de estos dos potenciales perdedores de las bambalinas de la era dorada, y cuál podía haber sido su destino de haber existido realmente respecto no sólo a los hechos históricos de Cielo Drive, sino al devenir de la propia industria. Así, Once Upon…, nos deja una colección de numerosas escenas memorabilísimas, como el flashback de Cliff Booth sobre su último trabajo como especialista en la serie The Green Hornet, y como desemboca en una pelea con el mismísimo Bruce Lee.
También Rick brilla como invitado de un episodio del western televisivo Lancer, en el que muestra tanto su decaimiento como su orgullo personal por enseñar su valía como actor, junto a una niña actriz (Julia Butters) que parece el remedo joven de una seguidora del método Stanislavski. Y por último, Sharon Tate, que goza de un momento metacinematográfico, pues la actriz que la interpreta, Robbie, va a verse a sí misma, Tate, al cine en La mansión de los siete placeres de Phil Karlson, donde nos enseña las dotes de comediante en lo que pudo haber sido una brillante carrera de la tejana.
Pero si tenemos que destacar alguna de entre ellas, nos deberíamos quedar en concreto con dos, la primera, la entrada de Cliff en Spahn Ranch, con un preludio hermoso y deslenguado junto a Pussycat (miembro de la «Familia» interpretada justo por Margaret Qualley), y después cargada de una tensión casi permanente inquietante y propia de una película de terror, y segunda, casi la penúltima de la película, con un desarrollo y final que no se puede contar a riesgo de hacer un enorme spoiler, de quizás algo, que a los ojos de Tarantino, y a los de buena parte de la audiencia, sólo pueda considerarse posteriormente como un acto de justicia poética.
Los «qué hubiera pasado sí», sobrevuelan muchas veces a los personajes, en esta película que tan bien se maneja en los márgenes de la mitomanía, en varios momentos, como en la genial recreación de La Gran Evasión con Rick Dalton en lugar del recordado Steve McQueen. Y hasta aquí les podemos contar, los que la hemos visto. Para el resto, no les queda otra solución que ir y ver en su cine más querido, esta historia con pretensiones y resultados de honorable y positiva fábula.
He de incidir que por mucho que se haya pretendido entrar en el terreno de la polémica en torno a esta producción o usarla como excusa para criticar la carrera en general de su director, las acusaciones aquí carecen de sentido. Ninguna producción, jamás habrá tratado hasta ahora con tanto gusto como ésta, el trágico destino de Sharon Tate, Jay Sebring, Abigail Folger y Wojciech «Voytek» Frykowski, en aquella noche del 9 de Agosto de 1969.
Tarantino así se lo permite, al igual que subrayar los aspectos y consecuencias más negativas de una contracultura, cuyos efectos posteriores fueron más efímeros de los que podía parecer al inicio. Y desde luego, tampoco aquí, hay ningún rasgo que pueda confirmar la injusta calificación de misoginia, lanzada por algunos medios, hacia su figura, enarbolada por aquellos que desde luego no han debido ver títulos en su filmografía como Jackie Brown, Kill Bill o Malditos Bastardos, que permiten deducir casi todo lo contrario.
De nuevo Quentin Tarantino logra hacer cine de gran nivel, pero en esta ocasión en el marco de una producción de gran presupuesto, que funciona a la vez a un nivel muy íntimo, a partir de un material que en manos de otros, sería de derribo, procedente de la serie B o subproductos. Y lo trufa de sus habituales homenajes cinéfilos, algunos más explícitos a sus referencias, como los «spaghetti western» de los idolatrados Sergio Corbucci o de Joaquín Romero Marchent, y otros menos, a través de elementos de su realización como el tiro de cámara para la entrada de Cliff en un drive-in de Los Ángeles, que emula el virtuoso plano inicial de C’era una volta il West, aquella obra maestra de su adorado Sergio Leone.
La relación de Rick y Cliff nos implica, empatizamos con ella y nos recuerda también a otras similares reales de la época, como la muy estrecha que mantenía Burt Reynolds con Hal Needham, o Steve Mc Queen con Bud Ekins. Y he de añadir que pocos dúos en la pantalla de estrellas masculinas, salvo Paul Newman y Robert Redford, han rayado a tanta altura con tanta química. Así, Tarantino, triunfa de nuevo dónde otros grandes maestros del cine reciente como P.T. Anderson , ya habían tenidos sus mayores aciertos (Boogie Nights), pero también sus mayores fracasos (Puro Vicio) en una parecida recreación de la misma época.
Aparte de las geniales actuaciones del dúo protagonista, las apariciones del cast mencionado (con otras participaciones y cameos que no revelaré) y la espectacular realización del américano, estén atentos en cuanto salga por la pantalla a ese perro pitbull mascota de Cliff, Brandy, que juega un papel clave en la historia. Al principio, les conmoverá, luego, les divertirá, y al final, les sorprenderá hasta límites insospechados.
Hay que hacer menciones especiales en la parte técnica, en cuanto a la iluminación y cámaras inspiradísimas en celuloide de 35 mm., a cargo de su ya habitual director de fotografía Robert Richardson, o para el magnífico diseño de producción de Nancy Haigh que nos devuelve a casi hace cincuenta años en la misma ciudad, a lo que contribuyen también, los fantásticos sets de rodaje y dirección artística de Barbara Ling, John Dexter, Jann K. Engel, Helena Holmes, Richard L. Johnson y Eric Sundahl.
Mi recomendación es final, es que hay que dejar que el espectador conozca la historia de Cielo Drive o no, disfrute de esta orginal narración, que mantiene conexiones con todas las anteriores películas de su director, (pues éstas existen, con cada una de ellas: el ardiente y bullente LA de Pulp Fiction, la melancolía madura de Jackie Brown, el ánimo de venganza justa de Kill Bill, el riesgo de la profesión de especialista de Death Proof, la revisión casi histórica de Malditos Bastardos, o los western atípicos y desprejuiciados que eran Django desencadenado o Los ocho odiosos)
Mientras vea y sonría frente a las imágenes de la brillante pantalla que muestran el sol y la noche californiana, o escuche las melodías de Paul Revere & The Raiders o Los Bravos, en la banda sonora del film, así, casi podrá oler y saborear los cocteles que se beben los personajes o los cigarrillos «Red Apple» que se fuman (marca de la casa, como no, hasta en los títulos de crédito). Y vivir, respirar con ellos. Esperaremos expectantes, a la próxima, décima película del QT director, que parece que será su último título como realizador de cine. Pero sin duda, vayan y disfruten ya de ésta, que es una de las películas que marcarán este año.
Copyright fotos: Sony Pictures/Eric Charbonneau