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“Guerra Fría/Cold War” (Zimna Wojna) de Pawel Pawlikowski

(Polonia/Reino Unido/Francia, 2018)

Visionado en la Sección Perlak/Perlas de la 66º Edición del Festival de San Sebastián en el Teatro Victoria Eugenia, 23 de septiembre de 2018. Estreno en España el 5 de octubre de 2018

El director Pawel Pawlikowski continúa la senda que le ha convertido en uno de los realizadores europeos más interesantes de los últimos años. Su carrera comenzada en el Reino Unido, su país de adopción y formación, dio a conocer su nombre y su austero estilo en los festivales internacionales, con documentales y sus primeros largos, “Last Resort” (2000) o “My summer of Love” (2004). Sin embargo, su madurez y el reconocimiento de un público mayor, le llegó con “Ida” (2013), su anterior film, Oscar a la Mejor Película Extranjera, que significó un retorno a sus orígenes polacos, y paradójicamente un reconocimiento más universal. “Cold War” es otro paso firme, una película arrebatadora y sin freno sobre música y amor que supone la consolidación de una elegantísima manera de filmar unida a una forma directa de tocar al corazón con noble emoción.

Si en “Ida” Pawlikowski tocó como temas la elección entre el amor a la vida y el amor a Dios, aquí es el amor puro —el amor fou— el centro de la diana de lo filmado. Llega a ella con plenitud, con un acierto excepcional, dejando en aquellos que la visionan, una herida que tardará en cicatrizar.


 


Sin duda, busca de forma premeditada provocar esas emociones, y lo hace de un modo lícito e inteligente. Sin sentimentalismos impostados, sino muy al contrario, reafirmando su manera de fijar su visión a través de la cámara. Con un blanco y negro brillante, prístino, casi plateado, satinado —obra del cámara Lukasz Zal (co-director de fotografía de Ida)— regresa a Polonia justo después de la segunda guerra mundial y su dominio soviético. Una historia breve, cuyo guion es obra del director y Janusz Glowacki (con cierta colaboración de Piotr Borkowski).

Pero, sobre todo, por encima de todo, confía en dos novedades fundamentales:

La primera, es la unión indisoluble entre sonido e imágenes, vital en una película en la que la música, desde el folklore polaco y del este de Europa, pasando por Gershwin, el rock primigenio, hasta el jazz (excelentes arreglos al piano del músico Marcin Masecki), no es solo un tema principal, sino el lenguaje supremo de los múltiples que van a utilizar los personajes.

Son estos personajes el segundo pilar y el más fuerte, en especial los dos actores principales con dos magníficos personajes: el pianista Wiktor, encarnado con sobriedad y convicción por Tomasz Kot, y la cantante y bailarina Zula, traída a la vida por una Joanna Kulig que es una auténtica revelación, una fuerza de la naturaleza en acción. Se suman además el buen hacer de los polacos Agata Kulesza y Boris Szyc y las apariciones puntuales de los franceses Cédric Kahn y Jeanne Balibar.



Si bien el hilo conductor del film aparenta ser de inicio la búsqueda y rescate de una música de raíz (el folklore polaco en cualquiera de sus idiomas), y de la formación de un grupo de coros y danzas nacionales (Mazurek), es el encuentro sucesivo de estas dos miradas entre Wiktor y Zula, y sus códigos secretos, el que transforma en asombroso el relato.

Este intercambio —de partida un reconocimiento de iguales que deviene en choque de contrarios, de encuentros y desencuentros— a través de sus actuaciones en Polonia, Alemania, Francia y Yugoslavia, durante el período de los largos quince años que cubre en sus escasos 88 minutos, es el motor de una película sobre el amor definitivo pero desgarrado, entre la música de la espontaneidad y del latido, entre el canto del conocimiento del corazón y el desconocimiento profundo de las razones que nos impulsan a querer y amar.

Serán con este fondo musical (excepcional la secuencia del club parisino con el baile de Zula al son de Bill Haley y su “Rock Around The Clock” de fondo), donde temas como la manipulación política o comercial del arte, la persecución ideológica por motivos espurios, la delación, el abuso familiar y de poder, el exilio, el telón de acero, el extrañamiento de la tierra natal, el uso del lenguaje nativo y bien amado, las traiciones del corazón y las del lecho, el alcohol, la prisión… marcarán el pulso y la existencia de dos seres humanos, con sus idas y venidas, pues se buscan de manera inexorable a la vez que huyen el uno del otro. Se repelen tanto como se atraen, ya que saben inexplicablemente desde casi el primer instante que se conocen, su destino: ser la mujer y el hombre de sus vidas.



La autenticidad de esta historia la hace tan abierta a nuestra propia experiencia sentimental, que nos hace volar junto a ellos, así como también nos hará caer en sus peores abismos. El momento y el espacio en el que ellos viven, les va a dar la gracia de reconocerse mutuamente, pero jamás les dejará vivir con plenitud en los mismos.

El espectador sagaz deducirá que el final de este profundo amor no puede llevar más que al sacrificio, a la tragedia o la transformación. Es en una pirueta mortal final, que la película nos lleva, pendular, después de este viaje a través de Europa, de nuevo, al principio, que ha de terminar con la definitiva unión de la pareja, con su vista puesta en otro lugar muy distinto.

Que Pawel Pawlikowski dedique ahora a sus 61 años esta película a sus padres, tiene que ver tanto con dónde sitúa la historia como con su edad. Es su sentido homenaje hacia ellos, porque él podría ser el hijo de esta generación perdida que ahora nos enseña. Unos hombres y mujeres que amaron sin fronteras y buscaron ser no solo libres, sino libérrimos, a través de sus sentimientos y su expresión artística, y a los cuales las circunstancias no se lo permitieron, sino que pagaron por ello el precio más alto.



“Cold War” es magnética, sentimental, inolvidable e imprescindible. Y una cumbre del cine europeo de este año.

A favor:

  • La maravillosa, precisa y muy medida realización de Pawlikowski. Si en la parte polaca puede recordar en encuadres y detalles fijos al clasicismo y naturalidad de los primeros Polanski, Forman o Menzel, en el tramo parisino deja volar la cámara y su puesta en escena nos lleva al espíritu de la “nouvelle vague” sin casi esfuerzo, uniendo lo que se ve y lo que se oye, como un todo único y magnífico
  • La fotografía de ratio 4:3 y grises satinados de Lukasz Zal, o como pintar en la pantalla en tonos monocromos, un lienzo tan delicado. Es tan bueno en ello, que parece salido (al igual que la película) de otra época
  • Sin duda, los actores Tomasz Kot y Joanna Kulig. Impecables, pura emoción, deberían tener ahora una carrera de mayor recorrido en el cine mundial, en especial, la última. Aunque le haya llegado con 36 años, este es su momento. Es una estrella a punto de explotar

En contra:

  • Eso sí, absténganse de verla aquellos que sean cínicos sobre el amor

FotografíasMK2 films

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Ingeniero civil. Ahora trabajo sobre caminos de hierro, pero el resto del tiempo busco tender puentes con otros ámbitos y profesiones, además de transitar por sendas culturales y de ocio. Mi lema es que siempre hay nuevas formas y tiempo para aprender, y también para enseñar.

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