La noticia llega un lunes por la mañana, en el meet de las ocho, cuando faltan segundos para que Francisco claudique al cabeceo —eso le pasa por trasnochar el domingo— y se sorprende porque tiene que ver con él. Fran —para los amigos— se eyecta del respaldo de la silla en la que pensaba encomendarse a Orfeo y en segundos está fully awake. Sí, es necesario decirlo en el inglés de la multinacional que acaba de darse cuenta de que existe: lo han designado VP del departamento de ventas de motores.
Sólo él sabe la cantidad de kilómetros que caben en las suelas de sus zapatos luego de haber pateado media ciudad para ver a los clientes. O de la visita secreta que hizo al otorrino porque se ha quedado medio sordo de tanta llamada telefónica. Hay aplausos y felicitaciones: algunas genuinas, otras no tanto. Observa de soslayo el cuadradito desde el cual Horacio lo mira, recuerda que hace un tiempo le dijo que se estaba quemando las pestañas por alcanzar la meta semestral de ventas. Entonces, Fran sonríe con los dientes tímidos, por Horacio, porque no quiere que él o sus compañeros lo odien por tamaño salto de carrera. Es necesario tener una buena cuota de humildad.
¿De veras el dinero no importa?
¡Eres VP! La placa de bronce con su nombre. Allí está el email de recursos humanos con las instrucciones para cambiar la firma, los correos de los compañeros que ahora le reportan, la bienvenida de los que hace segundos eran sus superiores: el VP de ventas de repuestos, el VP de aceites y lubricantes, el VP de insumos varios.
Cuando la cámara se apaga, Fran baila en el living de su departamento, llama a su novia, envía un mensaje a sus padres, al chat de los amigos, organiza un after office para celebrar. Compra una camisa nueva, esa que tiene los puños con botones esmaltados. No sabe si la necesita, pero le gusta. Sus amigos brindan: «¡Vamos el VP! ¡Hasta el piso quince no paramos!»
Claro que no está lo suficiente borracho para evadir la pregunta obligada que le hace ese gran amigo, inteligente como pocos, ácido y certero: «¿Cuánto te van a pagar?». Fran balbucea. El vil dinero. El correo de la VP de Human Resources no decía nada al respecto. Entre la bruma cerebral que le ha dejado la cerveza pretende encontrar el nombre de algún VP exitoso, ¿acaso el vicepresidente del país? Ni ese. El globo aerostático desde el cual veía la Tierra comienza a perder altura y se dice a sí mismo que es un VP del carajo, que esto no es política sino una corporación. Es como querer inflar el globo con la boca.
El café es bueno para la resaca, pero…
La mañana siguiente no parece tan brillante como esperaba, tal vez producto de la resaca o de no haber pegado un ojo pensando que debería haber pedido un aumento. De todos modos, le gusta el trabajo, tiene nuevas responsabilidades, el calendario se llena de reuniones y proyectos. Trabaja horas y horas, desborda eficiencia, hay amor por la camiseta, llueven los feedbacks positivos, ¡es el campeón mundial!
No pasa mucho tiempo hasta que Horacio lo llama y le pide consejo: quiere renunciar. Se encuentran en un café. Horacio está deprimido, como un novio despechado siente que su labor no es reconocida y Fran se siente culpable: «Pobre tipo, tal vez debería haber ocupado mi lugar». Charlan durante una hora y media, de todo, de nada, de la vida, de la empresa, de la familia, del tiempo. Al despedirse, Horacio le ofrece a Fran llevarlo a casa, trajo el coche. ¿Coche? Horacio explica que lo compró con el bono que le pagó la empresa, lo dice mostrando toda la dentadura, blanca y brillante. Eso que para Horacio es tan banal y superfluo, no es sino la estocada final que atraviesa el aeróstato. La caída a tierra es estrepitosa, fatal. Aun así, casi mordiendo el polvo, Francisco quiere saber por qué Horacio quiere renunciar.
―Pues es simple ―contesta―. Tú eres VP y yo no.
¿Vale más el buen nombre o el dinero?
¿Qué importa más? ¿El cargo o el dinero? Tú me dirás que las dos cosas. ¿Y si hubiese una única opción?
La cultura corporativa de los últimos años ha apelado a la estrategia de dotar a sus equipos de bellos nombres. Cargos que suenan importantes, que a veces reflejan las responsabilidades pero no el salario. Se trata de un incentivo a escala: subir los peldaños del organigrama. El administrativo pasó a ser back office, el pasante ahora es trainee, el ordenanza building service officer y en los mandos medios profusa cantidad de VPs que no secundan a ningún presidente, ya que el alto mando, ahora llamado CEO (Chief Executive Officer), está rodeado de otras tantas siglas como CFO, COO, CMO, CDO, CISO, CXO, COGO, CIO, CQO, CAOGC. Por algo los llaman el Csuite: el séquito de las letras C.
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Billetera mata galán
Alguien dijo que los empleados de una compañía tienen tres motivaciones para quedarse: la paga, el reconocimiento y el amor. En esta historia, Horacio y Francisco quieren pertenecer, ser parte. El puesto se asocia a una categoría social específica dentro de la empresa, como el linaje en las civilizaciones antiguas. No todo es dinero, también están los egos: el apellido enmarcado en bronce sobre el escritorio y un nuevo cuadradito en el árbol genealógico de clase ejecutiva pueden resultar atractivos. Algo así como: no me digas cuánto ganas sino de dónde provienes y en qué circulo te mueves.
La pregunta es: ¿por cuánto tiempo? Si el reconocimiento viene acompañado nada más que de las responsabilidades, es probable que, a la larga, el bolsillo gane la interna. No es que quiera pincharte el globo, pero si estás por ascender en la escala organizacional, asegúrate de tener suficiente aire.
¿Y qué hay del amor? Por hoy, lo dejamos acá.