
Palabras clave: “El junior” y “el senior” como conceptos. Pueden tener la edad que sea y el género que sea.
En sectores que han sufrido cambios —de planes de estudio, de acreditaciones— y, además, han sido tocados por varios males —las crisis económicas, recesiones y la pandemia, que conste—, sucede que un día hacen balance y resulta que la pirámide de población a nivel profesional está fragmentada.
Por un lado están los sénior, acumuladores de gran competencia profesional gracias a haber entrado a la empresa en momentos de bonanza y buen trabajo, a la poca competencia interna y al acceso al conocimiento general y específico. Quizá también gracias a haber dejado el síndrome del impostor atrás hace mucho y a los buenos contactos y los viajes de empresa. Y por otro lado están los junior. Almas ingenuas. Salen de la universidad sin saber de qué va el mundo (aunque crean que sí), pero con ganas de comérselo y llegan a la oficina sin saber claramente qué se hace, por qué se hace y para qué se hace. Entran a la empresa escuchando por detrás que los jóvenes no pueden comprarse una casa, que nunca podrán, que no tendrán pensión, que no hay trabajo para ellos y que son unos blandos.
Además de las novatadas que caen sobre los junior de hoy cuando comienzan su carrera (léase “prácticas no remuneradas”, “horas extra en nombre del amor —o el miedo a que rompan sus contratos durante el periodo de prueba”), los junior caen sin querer en los primeros baños de realidad: el onboarding es un Powerpoint en una pantalla blanca seguido de comer algunos bollos y, una vez pasado el paripé, horas escaneando documentos en PDF en la pantalla y leyendo pilas de papeles. El senior está demasiado ocupado. Sí, puedes preguntarle todas las dudas que tengas. Pero ahora no. Luego tampoco, que tiene una reunión.
El junior acaba mirando discretamente el móvil y perdiéndose por Instagram.
Todo esto mientras le encuentran un escritorio definitivo, le crean las credenciales para acceder a su ordenador y sus cuentas de empresa. Y el curso de prevención de riesgos, por supuesto.
“Ok, guardo el móvil, ahora el senior me hace caso”
Señalo también, ojo, que los junior están en puntos diferentes de la curva de Dunning-Krugger. Por no decir que durante los primeros meses un senior puede encontrarse con un junior con una arrogancia 10 veces superior a su competencia, e in crescendo —la ingenuidad— o con un junior cuya confianza en sí mismo cae por momentos. Pero ¡sorpresa! Un senior puede oírse a sí mismo resoplar por ahora tener que enseñar a los junior. La verdad es que los millennials (o como se llamen) tienen mala fama en general. En parte por la mala prensa: la mala prensa vende más que la buena. Entonces los junior son unos blandos, no aguantan nada, viven adictos al móvil y ahora prefieren “ser influencers” a “trabajar honradamente”. Este escándalo no suscita simpatía, precisamente.
Sin embargo, a pesar de lo que maldiga la opinión pública, hay un factor interesado —un stakeholder, para los modernos— al que toca servir: la economía y la sociedad. Vale, son dos. Así que, por la cuenta que les trae a las empresas, a la economía y a la sociedad, hay un bagaje intelectual que necesita ser transferido en condiciones. Hay gente que se está jubilando. Y todos sabemos que en los Powerpoints que les ponemos al junior a leer los primeros días hay información, pero la información no es conocimiento. No son lo mismo. Imagínense dejar las empresas en manos de gente sin conocimiento.
¿Qué puedo sugerir (que la gente no sepa) para resolver este asunto? Quizá primero asegurarse de que los senior están en buen estado mental. Segundo, liberar tiempo para que los senior puedan enseñar a los junior el qué, el por qué y el para qué. Suponiendo que ellos lo tienen localizado y no lo hayan perdido entre tanta reunión y tanta entrega. Tercero, el cómo. En ese orden. Ya, de decirlo a que suceda de verdad media un abismo que la hostilidad de las culturas de empresa, causadas por los bajos salarios, las reuniones impersonales, la falta de conciliación y rencillas dentro de los equipos —sobre las que escribimos en Dévé— no hace sino agrandar.
Pero en fin. Espero que me hayas entendido.