
Tengo cierta fascinación por las máscaras. Esto puede deberse a mis años dedicados al teatro o quizás se remonta a años anteriores. Las máscaras están llenas de misticismo. Se han ocupado a lo largo del tiempo y a lo ancho del mundo de diferentes formas. Para muchos fueron dioses y demonios, para otros métodos de tortura u objetos con poderes sobrenaturales. Pero para la mayoría significó una forma de velar la identidad.
Hace unos meses publiqué una novela ambientada en Argentina de 1910, se titula El coleccionista de máscara y fue editada por Vanadis. El libro habla sobre un anticuario que ostenta la colección de máscaras más grande del mundo y ofrece mascaradas abiertas a la comunidad. Esto hasta que conoce a la actriz de cine y teatro Magenta Bloom, con quien entabla una relación de amor y odio que los llevará a un terrible desenlace.
La paradoja de la máscara
Alexandre Dumont, el coleccionista, encuentra en las máscaras muchas verdades. Como que la palabra máscara, viene del griego antiguo, prósopon «delante de la cara, máscara», que también es traducido como persona. Las máscaras son personas.
En el libro se habla de otro tipo de máscaras, las máscaras que portamos cada día. Las usamos en diferentes situaciones: en nuestro trabajo, con nuestra familia, con nuestros amigos. Muchos de nosotros estamos atados (consciente o inconscientemente) al qué dirán. Esto limita nuestras acciones, nuestras palabras y hasta nuestra personalidad.
Las mascaradas de Alexandre buscaban dar libertades a los invitados. Al usar una máscara para ocultar su identidad, se despojaban de la máscara que llevaban cada día. Podían hablar, opinar o actuar libremente. No había colores de piel, partidos políticos, religión ni clases sociales.
Esta práctica que se promueve en el libro está basada en el Carnaval de Venecia, que se originó en el siglo XII y se sigue organizando cada año en Italia. El carnaval se popularizó porque los funcionarios podían mezclarse con la plebe para conocer la opinión que tenían de ellos. Asimismo, los sacerdotes u hombres respetados podían liberarse de sus ataduras sociales para experimentar un poco de libertad.
También podría interesarte: ¿hoy nos divertimos menos o el entretenimiento es diferente?
¿Por qué usamos máscaras?
Las máscaras metafóricas que usamos no necesariamente nos convierten en mentirosos o farsantes. Para muchos significan un mecanismo de adaptación a diferentes circunstancias. Desde pequeños aprendemos a que no siempre podemos comportarnos como quisiéramos o decir lo que pensamos.
En ocasiones, llevamos máscaras por tanto tiempo que nos olvidamos qué hay debajo.
Muchos las usamos para aparentar pertenecer a un statuos quo, como la máscara del consumo que nos ayuda a ser parte de cierto estrato social en el que queremos ser incluidos o nos da pertenencia. También las usamos para aparentar fortaleza, cuando en realidad estamos sufriendo. Cuando deseamos que los demás sientan orgullo o simpatía por nosotros. Las usamos para aparentar valentía, felicidad, éxito.
Quitarse la máscara
Llevar máscaras por tanto tiempo nos puede privar de nuestro verdadero yo. El ego que construimos puede ser negativo para nuestra identidad. Llegará un momento en donde podemos tener un conflicto de personalidad o una búsqueda que no sepamos afrontar.
Las máscaras pudieron habernos ayudado o protegernos en algún momento de nuestras vidas, pero con el tiempo, nos desconectan de nuestras emociones, de nuestra identidad, de nuestros sueños.
Para quitarse la máscara solo hace falta amor propio. Entender que no somos perfectos. Que quizás no le agrademos a todo el mundo o que algunos pueden decepcionarse. ¿Pero qué hay de lo que pensamos de nosotros mismos?
Prefieres cumplir las expectativas de los demás, ¿o las tuyas propias?
Como dijo Alexandre Dumont, en El coleccionista de máscaras: «los dioses de unos son los demonios de otros». Y viceversa.
Si te gustó este artículo, también te interesará: El biopoder, el control sobre nuestras vidas.